Tenía de repente un pájaro clavado en mi costado, me sangraba y su pico me atravesaba las entrañas: punzaba y me daba un dolor sordo. En el intento de cesar esa displacentera sensación, me lo arranqué del vientre, no dude nunca en hacerlo. Era la primera vez que tenía un pájaro entre mis manos, y aparecía muerto. Desgonzado tenía su cuello en mi mediana palma blanca. Sentí compasión y alivio; por él, dudas.
Mientras el aire recorría los árboles y mi pelo, haciéndolo danzar, sentí un peso en la nuca que no correspondía al viento: eran ellos. Cada uno se acercaba y posaba en mí su mirada que suponía verme, pero no me veían. Era yo ahora un retrato: el de una mujer altiva con un ave fallecida que reposaba en un charco de sangre y que se deslizaba entre sus dedos.
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